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Voces desde las organizaciones.

CEAR

Miriam

Técnica de comunicación, participación social e incidencia en CEAR Canarias. Su vocación por el trabajo social y la convivencia intercultural empezó desde muy joven. Recuerda con especial cariño su educación en el colegio Santa Catalina, en Las Palmas de Gran Canaria, donde convivió con personas de muchas nacionalidades y empezó a desarrollar sus dotes para la inclusión social, ayudando en la integración de una compañera  que llegó con 10 años de Cuba. Actualmente siguen en contacto y, como cerrando un ciclo, Miriam ha encontrado a los hijos de esta compañera durante sus actividades educativas y de sensibilización en el mismo colegio.

 

En 2021 surgió de manera espontánea el colectivo Somos Red, como respuesta a las condiciones del Muelle de la Vergüenza (Arguineguín) y las directrices del Ministerio del Interior que impedían a personas migrantes de la Ruta Canaria viajar a la península. Unirse a esta iniciativa ciudadana en apoyo a otras personas migrantes en situación de calle fue un paso crucial para el comienzo de su profesión en causas sociales.

Fundación Don Bosco

Virginia

Virginia es coordinadora del Programa Emancipación Juvenil en la Fundación estatal Don Bosco, presente en todas las Comunidades Autónomas y que en Canarias lidera varios proyectos, centrados en temas sociales como empleo, socioeducativos o escuelas laborales. Dentro de estos proyectos, ella se encarga de coordinar los de acompañamiento de menores en situación de calle y los de vivienda en autonomía.

 

Los proyectos de calle son un primer escalón para cubrir las necesidades inmediatas de jóvenes, tanto nacionales como migrantes, que se encuentran en la calle y ofrecerles alimentación y aseo personal, asesoramiento jurídico y formación. Los pisos de autonomía, por su parte, son el siguiente paso para ofrecerles opciones de vivienda.

 

Su trayectoria profesional en el ámbito de la migración comenzó en 2012, cuando trabajaba en el programa de pisos de menores de la fundación. Este proyecto ofrecía asistencia a jóvenes menores de edad, pero no hacía un seguimiento tras cumplir la mayoría de edad. Fue en el 2017 cuando descubrió el programa Emancipación Juvenil (programa que coordina actualmente) y comprendió que este era su siguiente peldaño profesional, desde el que podría continuar ofreciendo alternativas para jóvenes una vez cumplida la mayoría de edad.

CESAL

Elisa

Elisa es jurista especializada en derechos humanos e igualdad de género. A lo largo de su trayectoria profesional, ha adquirido competencias en distintos ámbitos. Por una parte, en la detección, el seguimiento y la evaluación de situaciones de vulneración de los derechos humanos, así como en la creación y aplicación de indicadores para medir el cumplimiento de esos derechos. Por otro lado, ha trabajado como técnica de igualdad, tanto en el ámbito público, como responsable de un proyecto de sensibilización ciudadana sobre violencia de género, como en el ámbito privado, asesorando a empresas en la implantación de planes de igualdad.

 

En la actualidad, trabaja en la ONG Cesal como directora del centro de Gran Canaria enmarcado dentro del proyecto Empleo Vivo, financiado por el Fondo Social Europeo y que tiene como objetivo mejorar la empleabilidad e inserción sociolaboral de personas en situación de vulnerabilidad a través de itinerarios personalizados de empleo con o sin formación. Aunque no está delimitado a un colectivo concreto, un porcentaje significativo de las personas a las que acompaña el proyecto son migrantes.

Médicos del Mundo

Elodi

Graduada en Derecho y Psicología, Elodi cuenta con casi diez años de experiencia en el ámbito de la migración, la cual ha marcado su historia personal desde una edad temprana: sus padres, de procedencia siria y rumana, emigraron a Francia huyendo del conflicto. Fue esta historia personal y el interés por la justicia lo que despertó su deseo de dedicarse al trabajo apoyando a otras personas.

 

Su trayectoria profesional empezó como voluntaria en varios proyectos. Por ejemplo, pasó seis años trabajando con personas migrantes en la frontera de México con Guatemala, antes de incorporarse a Médicos del Mundo, donde hoy impulsa proyectos de sensibilización e incidencia política para garantizar el derecho a la salud para todas las personas, sin discriminación.

ACAMEI

Diana

Diana es Comunicadora Social y Periodista, con un Máster en Estudios Migratorios, Intervención Social, Grupos Vulnerables y Desarrollo. Nacida en Bogotá (Colombia), siempre tuvo la convicción de que la comunicación es una herramienta poderosa para dar voz a las personas en situación de vulnerabilidad, visibilizar realidades silenciadas y generar cambios sociales.

Su camino migratorio la llevó primero a Viena, donde tuvo que adaptarse a una nueva cultura y aprender un idioma distinto. Más tarde se trasladó a Almería, en el sur de España, donde cursó un máster en Intervención Social, Inmigración y Desarrollo. Durante este periodo colaboró con organizaciones que trabajaban con comunidades africanas —principalmente de Nigeria, Guinea-Bissau y Marruecos—, una experiencia que amplió su visión del fenómeno migratorio y marcó de forma decisiva su crecimiento personal y profesional.

 

Su trayectoria la llevó a recorrer distintas regiones de España y varios países de Latinoamérica. Actualmente reside en Gran Canaria, donde conoció la labor de ACAMEI, organización con la que se identificó plenamente y en la que hoy coordina un proyecto piloto de mediación intercultural y comunitaria. Esta iniciativa está dirigida a jóvenes en situación de vulnerabilidad que, al cumplir 18 años, deben abandonar el sistema de protección y se estructura en tres ejes fundamentales: alianzas, formación y recursos digitales.

Ellas, en primera línea.

Awa

Tras varios días en alta mar y enfrentando condiciones extremas, Awa llegó desde Senegal a la isla de El Hierro. Lo hizo en una patera, junto a su hermano y otras 63 personas. Desde allí fue trasladada a La Palma, donde recibió asistencia médica que le permitió sanar una dolencia que llevaba consigo durante más de diez años.

 

Hoy, Awa estudia español todos los martes, gracias al compromiso y al cariño de un grupo de voluntarias de la Cruz Roja. Al mismo tiempo, impulsa su propio emprendimiento de costura: Zuñu Keur (@zunukeur, en Instagram), que en wólof significa mi hogar. Por su talento y perseverancia, ya obtuvo su carné de artesana y se prepara con entusiasmo para participar en la feria de artesanía en La Palma, un paso más hacia su sueño de vivir de lo que ama hacer.

 

Dejó atrás una vida marcada por la dureza y por la falta de aceptación hacia su orientación sexual. En La Palma encontró algo que nunca había sentido: tranquilidad, respeto y la libertad de ser ella misma. También halló un espacio donde sentirse contenida. Forma parte de la batucada del pueblo de Garafía y de un grupo de danza y percusión africana, donde se conecta con sus raíces y comparte con otras personas.

 

Su historia es un ejemplo de superación, de resiliencia y también de sororidad. Awa nos recuerda que, incluso en medio de la adversidad, siempre hay lugar para empezar de nuevo.

Natalia

Desde que comenzó la guerra en Ucrania, Natalia y su familia vivieron entre el miedo y la incertidumbre. Intentaron permanecer en su país, trasladándose a zonas más alejadas de los combates, pero la calma fue efímera. Cada noche, el sonido de las sirenas anunciaba la llegada de los bombardeos, obligándolos a refugiarse en el frío y oscuro sótano de su hogar.

A pesar del contexto difícil, Natalia continuó con su labor como trabajadora social, acompañando a personas mayores en situación de vulnerabilidad. Conseguir alimentos y productos básicos se volvió una tarea diaria y desafiante. El profundo deseo de ofrecer a sus nietos una vida más segura y tranquila, la llevó a tomar una decisión tan valiente como difícil: dejar atrás su hogar y comenzar de nuevo en otro lugar.

 

El viaje hacia Gran Canaria fue largo y agotador, casi un mes de carretera marcado por la incertidumbre y la esperanza. Pero al llegar a la isla, fueron recibidos con calidez y sonrisas sinceras. La comunidad, CEAR, la asociación ucraniana “Dos Tierras, Dos Soles” y los voluntarios, les tendieron la mano, ayudándoles con los trámites y ofreciéndoles el apoyo que tanto necesitaban.

Natalia sigue amando profundamente a su Ucrania natal, pero hoy, Gran Canaria se ha convertido en su nuevo hogar. Como forma de agradecer la acogida recibida, colabora como voluntaria en una asociación en Las Palmas, donde organiza actividades para niños y comparte con orgullo la riqueza de su cultura ucraniana. En cada gesto, en cada sonrisa compartida, Natalia siente que ha empezado a construir algo valioso: un lugar donde su familia puede crecer con tranquilidad y vivir, por fin, en paz.

Vanessa

Vanessa, originaria de Portugal, llegó a Gran Canaria en 2020 con sus dos hijas y su pareja, a quien había conocido mientras vivía en Inglaterra. Buscaba un nuevo comienzo en la isla, atraída por su clima y la esperanza de una vida más estable. Sin embargo, los primeros meses en Arinaga se convirtieron en una lucha constante: las barreras del idioma, la falta de apoyo para cuidar a sus hijas y las dificultades para encontrar trabajo se sumaron a una crisis con su pareja que la afectó a nivel psicológico. La situación la llevó a tomar una decisión difícil: separarse y regresar temporalmente a Portugal con sus hijas.

 

Allí, viviendo con sus padres, recuperó seguridad, pero al mismo tiempo sintió que su independencia se desvanecía. Fue entonces cuando tomó una decisión valiente: volver a Gran Canaria, esta vez sola y con un propósito claro: reconstruir su vida y la de sus hijas, lejos del maltrato y con la determinación de recuperar su autonomía.

 

El proceso no fue fácil. Tras buscar ayuda en varias instituciones sin encontrar respuestas, dio con una organización de mujeres que le ofreció apoyo integral. Le brindaron asesoramiento legal para formalizar la denuncia y la separación, así como acompañamiento psicológico para ella y sus hijas. Este respaldo fue clave para que Vanessa pudiera estabilizarse, recuperar su autoestima y enfocarse en su futuro.

 

La vida no es un cuento de hadas; eso lo tiene claro y les ha enseñado a sus hijas que no todo es perfecto. A través del diálogo, les ha explicado su separación y la importancia de no normalizar el maltrato, mostrándoles que su historia no es un caso aislado.

Hoy, trabaja en marketing y, en sus ratos libres, desarrolla su gran pasión que es el canto. Aunque reconoce que el camino ha sido duro, valora el crecimiento personal y la autonomía que ha logrado. Su experiencia le ha dejado una convicción firme: “La fortaleza interior y la seguridad en nosotras mismas son el primer paso para construir una vida digna y libre”. Su historia es un testimonio de que, incluso en las peores circunstancias, es posible salir adelante y reescribir el futuro.

Nadia

Nadia creció en un entorno donde ser mujer significaba no poder decidir sobre su propio futuro. Con apenas 16 años y ante la falta de oportunidades para estudiar o trabajar, tomó una decisión que cambiaría su vida: emigrar a España. No fue una elección fácil, pero contó con el apoyo de sus padres, quienes entendieron su deseo de tener una vida distinta y le brindaron tanto respaldo emocional como económico. Así, emprendió el viaje junto a su hermano, con rumbo a Gran Canaria.

El trayecto fue muy duro: viajaron en una patera durante tres días y tres noches, sin comida, sin agua y expuestos al frío, con Nadia siendo la única niña a bordo. Al llegar a España, fueron trasladados a varios centros, donde pasaron meses especialmente difíciles, marcados además por la pérdida de su abuelo, una figura central en su vida. Allí tuvieron acceso a clases de español y cursos de hostelería. Sin embargo, al igual que en la patera, el hecho de ser la única chica la ponía en una situación más vulnerable, una realidad que el personal parecía no percibir, quizá por falta de empatía.

Al cumplir los 18 años, fue trasladada a un centro para mujeres gestionado por la Fundación Canaria MAIN, un entorno que por primera vez le brindó una sensación de seguridad y pertenencia. Allí pudo concluir su formación en hostelería, recibió apoyo para tramitar su documentación y, poco después, consiguió su primer trabajo. Sin embargo, enfrentó una nueva dificultad: encontrar un lugar donde vivir. Su nacionalidad se convirtió en motivo de constantes rechazos a la hora de buscar alquiler. Gracias a la ayuda de la directora del centro, finalmente logró encontrar una vivienda y desde entonces comparte piso con la señora que la acogió.

A lo largo de los años, Nadia ha vivido situaciones de discriminación en distintos espacios: en el trabajo, en el transporte público e incluso en momentos de ocio. En algunas entrevistas laborales se sintió obligada a quitarse el hijab para evitar el rechazo. Pero con el tiempo, aprendió a no callarse frente a la injusticia. Afronta la xenofobia con valentía y ha transformado esas experiencias en una fuente de fuerza interior. Hoy en día, su voz no solo es una defensa personal, sino también un acto de resistencia y empoderamiento.

Con el deseo de ayudar a otras personas que viven lo que ella ya ha superado, Nadia inició un curso de Mediación Intercultural. Sabe que el simple hecho de ser escuchado en la propia lengua puede marcar la diferencia en el proceso de adaptación. Como mujer y mediadora, quiere tender la mano a quienes están comenzando de cero en un país nuevo. Compartir su historia se ha convertido en una forma de acompañar, de inspirar y demostrar que, con apoyo, dignidad y coraje, es posible reconstruirse. Su objetivo es claro: ser un referente de superación y esperanza para otras mujeres migrantes.

Claudia

Durante la pandemia, la situación política y social en Colombia se deterioró gravemente, lo que provocó una fuerte respuesta ciudadana. Claudia, sanitaria de profesión, un día al volver de trabajar se encontró con un joven que había sido herido durante una protesta. Sin pensarlo, decidió ayudarlo. A partir de ese momento, comenzó a recibir amenazas y su vida empezó a correr peligro.

Su padre, que pertenecía a un partido comunista, conocía de cerca el acoso político en el país. Consciente de que no podía garantizar la seguridad de su hija ni la del resto de la familia, tomaron una decisión difícil pero necesaria y Claudia llegó a Fuerteventura con su hija y su madre.

Los primeros seis meses fueron especialmente duros. Claudia tuvo que trabajar de forma irregular para poder sobrevivir, mientras también realizaba cursos para poder acceder a cualquier oferta de empleo desde bricolaje hasta cuidado de personas. Durante ese tiempo, su padre enfermó gravemente, pero ella no podía regresar a Colombia para verle. La distancia, la incertidumbre y la dureza del día a día la golpeaban constantemente, pero intentaba mantenerse fuerte por su hija, quien también sufría por la situación.

Una vez obtuvo “la tarjeta roja”, logró acceder a un empleo regular en una empresa de alimentación y empezar a estabilizar su vida. Sin embargo, un cambio en la Ley de Extranjería amenazó con truncar sus avances. Tenía que tomar una decisión difícil: renovar el asilo, arriesgándose a que se lo denegaran y tener que empezar un nuevo proceso sin que se le reconocieran los años previos en España; o renunciar a él para solicitar el arraigo, lo que implicaba perder su permiso de trabajo y quedarse sin ayudas ni derecho a prestación por desempleo, a pesar de haber cotizado durante tres años.

Ambas opciones las han devuelto a la irregularidad.

Por suerte, su empresa le concedió una excedencia mientras se regularizaba su situación. Aunque legalmente debía recibir una respuesta en un plazo de tres meses, ya han pasado cinco y sigue esperando. Mientras tanto, sostiene a su familia con trabajos esporádicos y mal remunerados, viviendo con el miedo constante de tener que marcharse en cualquier momento. Claudia reconoce que las posibilidades de regularizarse en España dependen en gran medida del país de origen. Gracias a que su hermano ya había emigrado, pudo evitar caer en redes de trata, donde a muchas mujeres les retiran el pasaporte y las obligan a trabajar en condiciones infrahumanas.

Han sido años marcados por la incertidumbre y la presión que se sigue sintiendo desde Colombia. A pesar de todo, Claudia mantiene la esperanza y está muy agradecida con la isla de Fuerteventura por la acogida. Con una sonrisa y fortaleza admirable, sueña con un futuro mejor para ella, su hija, su madre… y sus gatos.

Sara

Sara (nombre ficticio) llegó a España por primera vez sin la intención de quedarse. Su viaje a Canarias, junto a su madre, era solo una escala en unas vacaciones que, en principio, terminarían en Marruecos. Sin embargo, regresar a su país significaba someterse a un matrimonio forzado, impuesto por su familia. Con apenas 17 años, la noche antes de su partida, tomó una decisión valiente: escapar. La calle se convirtió en su único refugio, un lugar donde la incertidumbre y el miedo marcaban sus días.

Afortunadamente, el destino le puso en el camino a una amiga, también migrante, que le ofreció un lugar donde resguardarse. Pero los desafíos no habían terminado. Un día, ambas se vieron amenazadas por una red criminal que intentaba secuestrarlas para explotarlas. Lograron escapar y, tras denunciar el hecho, Sara inició el proceso para solicitar Protección Internacional.

Tras ser trasladada a un centro de apoyo para mujeres víctimas de violencia, encontró en la Fundación Don Bosco un espacio donde, por fin, recibió el acompañamiento que necesitaba. Allí, rodeada de personas que creyeron en ella, comenzó a reconstruir su vida. Aprendió que no estaba sola y que, con las herramientas adecuadas, podía labrar su propio futuro.

Hoy, Sara avanza con determinación. Estudia español y se prepara para obtener el título de educación secundaria. A los 20 años, podrá acceder a la formación que tanto desea: convertirse en vigilante de seguridad, una meta que le devolverá el control sobre su vida. Mientras tanto, enfrenta los trámites migratorios: espera la primera tarjeta blanca, que, aunque no le permita trabajar, es el primer paso hacia su regularización. Sabe que el proceso es largo —la segunda tarjeta blanca, la roja, el NIE—, pero no pierde de vista su objetivo.

Actualmente, trabaja de manera irregular en un restaurante, ahorrando para costearse el curso que la acercará a su sueño. Aunque las normas le exigen mudarse a un centro de acogida, ella prefiere quedarse en Tenerife, donde ha encontrado una comunidad que la acoge y una educadora que la guía. “Si una mujer no se siente libre donde está, se irá a otro sitio”, afirma con convicción. Su historia es un recordatorio de que, incluso en las circunstancias más difíciles, la esperanza y la perseverancia pueden abrir caminos hacia un futuro mejor.

Sara no solo lucha por un documento que le permita trabajar. Lucha por algo más profundo: la libertad de elegir su propio camino. Y con cada pequeño avance, demuestra que los sueños, cuando se persiguen con valentía, pueden hacerse realidad.

Rosalinda

Esta venezolana de 54 años parecía tenerlo todo en su país de origen. Ella y su esposo desempeñaban altos cargos en la enseñanza universitaria y vivían una vida relativamente acomodada. Entonces, ¿por qué dejarlo todo y emigrar con sus dos hijos de 9 y 14 años?

Su región, cerca de la frontera norte con Colombia, es reconocida por su fuerte oposición al gobierno y por tanto es duramente castigada: prolongados cortes de luz, escasez de suministro de alimentos, alta criminalidad (su esposo fue víctima de robos con armas) y deterioro de la educación. Además de esto, su activismo en las protestas y su influencia en sus estudiantes la puso a ella y a su familia en una situación de peligro. Todos estos factores los llevaron a migrar a las islas Canarias en 2018.

La asociación CEAR los acompañó en la solicitud de protección por razones humanitarias, cuya resolución tardó dos años y medio en su caso. Durante este periodo afrontaron eventos traumáticos, como llevarlos al calabozo para tomar sus huellas dactilares, falta de sensibilidad con sus hijos o ver sus pasaportes exhibidos junto a otros muchos, como un mensaje visual de su situación de reclusión. Cuenta que, a pesar del dolor de la migración, su sonrisa era su medio para proteger emocionalmente a sus hijos y reflexiona sobre lo traumático de este proceso para personas con menos recursos educativos o de idioma que ella y su familia.

Su integración social resultó relativamente fácil en cuanto a la vivienda y la escolarización de sus hijos. Tenían acceso a derechos sanitarios básicos y permisos de residencia y trabajo por medio de las “tarjetas rojas”, de seis meses de duración cada una. La homologación de sus títulos universitarios tardó siete años, lo que dificultó su integración profesional. Sin embargo, esta mujer de carácter positivo y amigable supo establecer relaciones en la esfera educativa, como la asociación Hestia, con quien desempeñó su primer empleo, que desafortunadamente llegó a su fin debido a la demora administrativa en cuanto a su formación académica. Tras este despido, ha colaborado en una multitud de proyectos sociales con asociaciones como Cáritas y Mujeres Solidaridad y Cooperación en la acogida de víctimas de violencia de género y más tarde como promotora de igualdad, dando charlas de sensibilización por todo el archipiélago canario. Estas mismas acciones las desarrolla también en la asociación Almogaren, de la que es cofundadora.

Rosalinda es el epítome de resiliencia. Alguien que deconstruyó su identidad y su rol femenino en su país de origen, para subsistir y ayudarse a sí misma y a otras personas en pro de una sociedad más igualitaria e inclusiva. Le preguntamos cómo la marcó el proceso migratorio, y nos cuenta que, aunque a veces no veía su valía personal y sentía que los esfuerzos de una vida entera no valían para nada, ha recibido mucha ayuda de Canarias y su gente que ahora devuelve un poco de todo eso a quienes, como ella, lo puedan necesitar.